Por Rosana Gadea, del equipo pedagógico de La Serrada.
La sonrisa social que aparece hacia el tercer mes de vida de un bebé, suscita alegría y regocijo en los adultos, en cambio, el llanto infantil, emoción vital al igual que la risa, hace aflorar sentimientos a veces contrapuestos. Podemos sentir ternura, ganas de consolar, de acoger, pero al mismo tiempo, en ocasiones nos invade la inquietud, la rabia, incluso la ira... No estaría de más que nos esforzásemos por mirar en nuestro interior para intentar comprender por qué algo tan natural como es el llanto de una criatura, hace que tengamos estos sentimientos. Deberíamos reflexionar y tomar consciencia del porqué de nuestra reacción e intentar así, gestionarla para que no afectase a nuestra relación con los más pequeños. En esta reflexión no podemos olvidar el papel que desempeña la sociedad, qué mensaje trasmite y cuál es su finalidad.
A las madres y padres recientes nos aconsejan que no atendamos los llantos de nuestro bebé, que desoigamos su llamada, su malestar aduciendo razones tan peregrinas como que así ensanchará los pulmones o que de esta manera evitaremos malcriarlo. Pero no podemos obviar que el llanto es la primera herramienta de comunicación con la que nacemos, una de las primeras expresiones emocionales que acontece en el ser humano. Un niño siempre llora por alguna razón concreta, porque siente malestar físico o emocional, y los adultos, como responsables directos debemos atender esa llamada, debemos procurarles bienestar, restablecerlo si se ha perdido. Una criatura pequeña que llora desconsolada está completamente inundada por su emoción, sin poder comprenderla ni canalizarla, salvo a través de la contención, del consuelo, del acompañamiento de un adulto. Un niño más mayor siente profundamente las emociones (miedo, rabia, alegría, tristeza) a lo largo de su desarrollo, y solo muy lentamente, comienza a comprender que responden a un estado pasajero y llegará el momento en que podrá verbalizar el motivo que provoca esas emociones. En ambos casos, bebé y niño mayor, necesitan del adulto que los acompañe para canalizar y aprender progresivamente a gestionar la emoción. No existe mayor herida emocional que la indiferencia y frialdad como única respuesta ante el llanto de un niño. Desatender el llanto de una criatura de manera sistemática es un acto de violencia contra su integridad, un bebé al que se deja llorar “aprende” de manera dolorosa que no va a conseguir nada, sus necesidades no van a ser cubiertas, se quiebra su confianza en el entorno, ya no protesta, se resigna.
Pero a nuestro alrededor seguimos escuchando voces que insisten en que los dejemos llorar, que desoigamos los llantos de nuestros pequeños, que así se harán fuertes… Pero esto no es cierto, serán duros sí, pero no fuertes: el hecho de crecer sin ver sus necesidades primarias atendidas, crea adultos acorazados, des-conectados de sus sentimientos y los de los demás adultos, in-sensibles, duros. Crecer con carencias afectivas produce insatisfacción, angustia, sufrimiento... Nuestra vida adulta no deja de ser el reflejo de la experiencia infantil acaecida en el medio familiar, el medio de relación básico, el que se encuentra en el origen de los comportamientos individuales y sociales posteriores.
La tristeza es una emoción humana, totalmente natural, y no patrimonio exclusivo de los adultos. Existe la creencia, muy poco realista, de que la infancia es un paraíso lleno de felicidad, que nuestras criaturas no sienten tristeza, aunque cada vez hay más voces que dicen que esto no es así. A mediados del siglo XX el psicoanalista René Spitz observó en bebés y niños los efectos claramente negativos, incluso devastadores de limitar los cuidados solo a lo meramente material dejando de lado las necesidades afectivas. Investigaciones médicas recientes realizadas en EE.UU. (1) demuestran que los bebés que no son acariciados suficientemente, tienen un desarrollo cerebral de hasta un 20 y un 30% menor que los bebés que reciben atención afectiva suficiente. Se les denomina “cerebros tristes” porque a pesar de estar totalmente atendidos en sus necesidades nutritivas e higiénicas, tienen hambre de amor y contacto epidérmico. Las repercusiones son muy serias para su desarrollo posterior tanto en el plano emocional como intelectual, citando al neuropsiquiatra Julián de Ajuriaguerra: “ un cerebro que no es acariciado, no se desarrolla bien”.
Hay muchos motivos que pueden parecernos más o menos banales por los que una criatura puede estar triste: separación de sus padres, quedarse con terceras personas cuando no lo desean, incomprensión... Como adultos responsables debemos estar disponibles emocionalmente para nuestros pequeños, acogerlos, contenerlos, trasmitirles la idea de que los queremos y aceptamos tal como son. Si estamos a su lado cuando se sienten felices, también debemos estarlo cuando están tristes. El llanto y la risa son las dos caras de una misma moneda, son esenciales para sentir la vida plenamente, hay que aceptarlas y permitir su expresión como emociones consustanciales a la vida.
(1) Información obtenida del artículo de J.Madeline Nash “Fertile Minds” publicado en la revista TIME, Feb 3, 1997, 50-56; en el original.
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