|Poner a un niño de
cara a la pared, arrodillado y haciéndole sujetar un par de pesados
libros con cada mano no está bien visto. Pegarle es, incluso, ilegal
en un gran número de países. En las sociedades occidentales los
padres suelen disponer de poco tiempo (y, en ocasiones, de pocas
ganas) para buscar otras formas más eficaces de disciplinar a los
hijos. De ahí que un programa televisivo nefasto como es la Super
Nanny haya tenido tantísimo éxito.
Como los castigos, en
el sentido tradicional del término, empiezan a ser políticamente
incorrectos, los adultos hemos recurrido no a nuevas estrategias sino
a nuevos eufemismos. Hay un castigo clásico llamado “time out”
(tiempo fuera) que consiste en aislar durante cierto período de
tiempo al niño que se ha portado mal. En primer lugar, deberíamos
revisar el concepto de “portarse mal”. ¿Se ha portado mal el
niño de dos años que ha derramado el vaso de leche porque todavía
no ha terminado de desarrollar su motricidad fina? ¿Se ha portado
mal el niño que ha montado un escándalo porque no quería bañarse
a la hora que tú has decidido que debía hacerlo? En segundo lugar,
deberíamos revisar, también, nuestras normas que, normalmente, son
arbitrarias y tienen poco sentido. ¿Es realmente tan importante
merendar a las cinco y no a las seis de la tarde? ¿O tendría más
sentido que el niño merendara cuando tuviera hambre? ¿Es tan
importante ver la tele sólo durante una hora al día? ¿O tendría
más sentido negociar con él para que pueda ver su programa favorito
completo en vez de disponer sólo de cierta cantidad de tiempo?
Hace unos días, un
amigo me contaba que su hijo de cinco años había estado jugando al
fútbol dentro de casa y que había roto una bombilla. Su padre (mi
amigo) le explicó por qué no era conveniente jugar al fútbol
dentro de casa y por qué era peligroso que se hubiera roto la
bombilla. Además, le impuso un castigo consistente en no bajar al
parque con él a jugar a fútbol por la tarde, tal como habían
quedado. Mi amigo no se daba cuenta de que el niño no había tenido
ninguna intención de romper nada (ni la bombilla ni las normas
familiares); de que, muy probablemente, había tenido suficiente con
el susto de ver que la bombilla le caía encima hecha pedazos (no
digamos ya de ver el enfado de su padre); y tampoco se daba cuenta de
que aunque, en efecto, las acciones tienen consecuencias, el
prohibirle bajar al parque no es en absoluto una consecuencia lógica
y natural del hecho de haber roto la bombilla. Aplicando este tipo de
consecuencias artificiales lo que conseguimos es que nuestros hijos
se esfuercen por no ser descubiertos en futuras ocasiones y esto
implica que empiecen a mentirnos. Si nuestros hijos confían en
nosotros y se sienten seguros en nuestra compañía, nos contarán
las cosas que han hecho o que les han pasado. Pero, si no confían en
nosotros y no se sienten seguros porque saben que les caerá una
“consecuencia”, lo más probable es que no nos lo cuenten. Ni a
los dos años, ni a los siete ni a los dieciséis. ¿Es ése el tipo
de relación que queremos tener con ellos? Porque es fácil quejarse
de lo herméticos que son los adolescentes y no querer darse cuenta
de que, quizás, somos nosotros los que hemos alentado esta actitud
cuando, de pequeños, los hemos mandado a “pensar” en vez de
hablar con ellos.
Aislar al niño por
haber incumplido normas que quizás no comprende (y que quizás no
tengan ningún sentido) supone una enorme falta de respeto hacia él,
además de una humillación totalmente innecesaria (como toda
humillación, dicho sea de paso). Se le ha cambiado el nombre al
clásico “time out” y ahora se le llama “silla o rincón de
pensar”. Con lo cual convertimos el pensar en un castigo. Quiero
creer que, en realidad, no queremos que nuestros hijos crezcan con la
idea de que pensar es un castigo. Sin embargo, ése es justamente el
mensaje que les transmitimos. Es más, durante el tiempo que dura su
aislamiento (que, según “expertos” como la Super Nanny ha de ser
equivalente a un minuto por año de edad) lo que el niño piensa en
realidad es cómo evitar ser descubierto la próxima vez; y la
lección que aprende es que gana el más fuerte o el más astuto. De
este modo, el niño aprende a calcular el “precio” de sus
acciones y a decidir, en cada caso, si vale la pena o no asumir el
riesgo.
Desde los años 50,
los científicos que han estudiado la disciplina han venido
clasificando a los padres en función de que basaran sus actos hacia
los niños en el poder o en el amor. La disciplina basada en el poder
incluye (o puede incluir) pegar, gritar y amenazar. Los castigos, por
supuesto, son una forma de amenaza, un claro chantaje: “si no te
acabas la comida, no podrás salir a jugar”, por ejemplo. La
disciplina basada en el amor, en cambio, incluye prácticamente todo
lo demás. A los lectores interesados en conocer alternativas
prácticas y reales al castigo, les recomiendo encarecidamente la
lectura de los libros “Por
tu propio bien” de Alice Miller, “Crianza
incondicional” de Alfie Kohn, “Ser
padres sin castigar” de Norm Lee (disponible gratuitamente
online), “Padres
liberados, hijos liberados” de Adele Faber y Elaine Mazlish y
el libro de Rosa
Jové sobre las rabietas que está a punto de ser publicado. Para
ir abriendo boca, pueden buscar en internet los siguientes artículos:
“Cinco
razones para dejar de decir muy bien” de Alfie Kohn, “Las
rabietas” de Rosa Jové, “Ayudar
a los niños
a resolver conflictos emocionales” de Naomi Aldort o “Educar
sin castigar” publicado por quien suscribe estas líneas en la
revista www.atalisdigital.com
(pág.47).
article de la
Laura Mascaró
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